Son las 4 de la tarde de un día de semana. En un escenario deportivo un grupo de niños juega un partido de fútbol. El entrenador trata de dar indicaciones pero su voz es inaudible para los niños, que corren desesperados y aturdidos porque en una casa vecina un gigantesco picó desata una tormenta de reguetón que hace retumbar hasta los cimientos de la gramilla sintética.
Son las 3 de la tarde de un sábado y un grupo de lanchas fondeadas al costado sur de la playa El Rodadero compiten por la que tenga la música más duro: guaracha, reguetón, rancheras, cantina, salsa romántica, algún vallenato y hasta Carlos Vives, retumban y se mezclan en una estridencia que hace vibrar las ventanas de los edificios cercanos donde los atormentados residentes no hallan un minuto de paz, ni siquiera en el interior de su propio hogar.
Son las 7 de la noche de un jueves y las chivas desfilan por la ciudad retumbando música a niveles insospechados sobre los hogares samarios donde hay niños que quieren dormir para madrugar al colegio. Son las 2 de la mañana de un día cualquiera y en una casa vecina de cualquier barrio deciden que es hora de prender el picó y amanecer con música a todo taco sin importar que los vecinos deben madrugar a un día normal de trabajo.
Son las 10 de la mañana en una playa tranquila y una pareja de turistas decide que el sonido del mar, las olas sobre la arena y las aves sobrevolando no son suficientes para disfrutar. Deciden prender un parlante con música y así permanecen el resto del día imponiendo su sonido a los demás.
Todos estos son ejemplos de violencia sonora. A veces pensamos que como el sonido no se ve, no existe. Sin embargo, la intromisión sonora en el espacio de los demás es una de las mayores causas de violencia en la sociedad. Vale la pena preguntarse,
¿realmente tenemos derecho a amplifficar música por encima del silencio de los demás?
Esta invasión sonora en el espacio común impide que las personas tengan la posibilidad de estar a solas con sus propios pensamientos Las ideas no florecen en una cabeza con ruido, aturdida, invadida y distraída por ondas retumbantes. Una conversación no fluye si no escuchas al otro. Incluso la música no existe sin los silencios en ella. El silencio es más valioso de lo que creemos, es más que la ausencia de ruido. Y a una ciudad ruidosa, distraída, también le cuesta florecer.
El sonido indiscriminado está desatado en Santa Marta. A veces pensamos que como el sonido
no se ve, no existe. De nada sirve hacer grandes planes para elevar la calidad del turismo si la experiencia de la ciudad está degradada por la contaminación auditiva que genera principalmente la música amplifficada sin control.
Hoy los invitamos a hacer un gran acuerdo para valorar y proteger el silencio. Hacemos un llamado a todos los sectores de la ciudad para que nos sentemos a dialogar sobre cómo queremos que suene nuestra ciudad en los próximos 500 años.
¿Cómo sería una Santa Marta donde autoridades, comerciantes, transportadores y ciudadanía acordemos juntos las reglas de nuestro paisaje sonoro? Imaginamos un acuerdo que no busque imponer un silencio absoluto, sino encontrar equilibrios. En comunidades como Pescaíto, donde la música es parte fundamental de la identidad cultural, se trata de armonizar las expresiones sonoras con el derecho al descanso, de manera que cada sonido tenga su momento y su espacio.
El silencio en una ciudad se convierte en una herramienta poderosa para fomentar la paz, la armonía y el respeto entre sus habitantes. En nuestro trabajo con comunidades, hemos constatado cómo la exposición prolongada a altos niveles de contaminación acústica no solo afecta la salud física, sino que eleva significativamente los niveles de estrés y deteriora la calidad de las interacciones sociales. Un ambiente ruidoso permanente actúa como catalizador invisible de conflictos, mientras que los espacios de calma permiten la reflexión, la escucha y el diálogo constructivo.
En un territorio tan rico en biodiversidad, con una ubicación privilegiada, bañado por el mar caribe y vigilado por la majestuosidad de la sierra, vale la pena tener la posibilidad de detenerse a escuchar las olas, el susurro del viento entre los árboles y el cantar de las aves que la visitan. Es fundamental entender que Santa Marta es una ciudad inmersa en un ecosistema privilegiado y que el mejoramiento de la calidad de nuestro paisaje sonoro puede ser una poderosa herramienta para elevar la calidad de vida en la ciudad y lograr un mejor desarrollo de sectores como el turismo.
La ciudad podría convertirse en un destino reconocido por la calidad de su paisaje sonoro. Para lograrlo se necesita trabajar en conjunto con las autoridades, la empresa privada y la ciudadanía. Este acuerdo podría incluir propuestas de zonas y horarios específficos para actividades sonoras, pero también debería ir más allá: programas educativos sobre ecología acústica, incentivos para negocios “acústicamente responsables” y la creación de “reservas de silencio urbano”, espacios donde se garantice un ambiente de tranquilidad en determinados momentos del día.
Cuando se respeta el derecho al silencio, se promueve un ambiente de tolerancia y respeto mutuo, donde cada individuo puede vivir de acuerdo con sus propias necesidades y ritmos. Permitámonos escucharnos y escuchar al otro. Está en nuestras manos crear un entorno urbano más saludable y armonioso para todos los habitantes de “La ciudad del origen” de todo lo que somos.
Desde Tras La Perla estamos dispuestos a facilitar estos espacios de diálogo, convencidos de que una ciudad que sabe escuchar es una ciudad que sabe convivir.
A veces pensamos que como el sonido no se ve, no existe. La intromisión sonora en el espacio de los demás es una de las mayores causas de violencia en la sociedad. Vale la pena preguntarse, ¿realmente tenemos derecho a amplifficar música por encima del silencio de los demás?